jueves, 27 de febrero de 2014

El caballo de Turín (Béla Tarr)


The Turin Horse (A Torinói ló) | 2011 | Dirección: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky Guión: Béla Tarr, László Krasznahorkai Reparto: Volker Spengler, Erika Bók

El 3 de enero de 1889, Friedrich Nietzsche caminaba por la plaza Carlo Alberto de Turín cuando presenció cómo el conductor de un carro maltrataba violentamente a su hermoso caballo. El animal, exhausto y sobrecargado, se negaba a moverse. Al contemplar la escena, Nietzsche se abrazó al cuello del caballo, se echó a llorar y perdió la conciencia. Así fue llevado hasta su cuarto donde permaneció dos días en silencio, después de los cuales escribió algunas cartas y pronunció sus últimas palabras (“Madre, soy tonto”), para volver al silencio en el que viviría los siguientes diez años, hasta su muerte. Todo el mundo sabe lo que le ocurrió a Nietzsche, pero, ¿qué pasó con el caballo?

Bajo una tormenta apocalíptica, el caballo de Turín es conducido por el cochero hasta una casa situada en medio de la nada. En el plano secuencia que da inicio a la película, no solo el pobre animal termina agotado y cansado, también el espectador a causa de la longevidad de la toma y su monotonía. Un hastío muy similar al de la opera prima de Michael Haneke, El séptimo continente, donde una familia de clase media y adinerada tenía de todo, pero al mismo tiempo estaba encerrada en la vacuidad y la cotidianeidad. Dichos Apocalipsis distan de ser meteoritos estrellándose contra la Tierra o alienígenas exterminando a la raza humana. ¿Espectacularidad? Poca o ninguna. ¿Terror y pesimismo? Difícil encontrar mejores representaciones.



El cavallino rampante, vitalidad, energía, es representando como un animal sometido, debilitado y anciano. Ya no quiere moverse, ni comer, ni beber. Su dueño, el cochero, también palidece de la vejez, mientras observa por la ventana el interminable paso del tiempo. La hija se conforma como el símbolo de una juventud al servicio de los mayores, contagiados por su desaliento, tan hastiados como ellos. Un tedio que da lugar a una relación padre-hija lacónica y vacía, donde la comunicación se limita al aviso de “ya está la comida”.

¿Y cómo transmitir el nihilismo, el sentido de una vida cuyas metas no van más allá de avanzar por un desierto interminable y vacío? ¿Cómo representar ese hastío? Béla Tarr opta por únicamente 30 tomas, planos secuencia alargados hasta la extenuación (la película se estira hasta las dos horas y media), mostrando una y otra vez las mismas tareas cotidianas. En blanco y negro, por si la atmósfera no fuese lo suficientemente lúgubre y desoladora. Dejando de lado formalismos, El caballo de Turín puede ser un bonito ladrillo, un plato difícil de digerir. Pero el director húngaro sabe mejor que nadie de la poca relevancia del factor ocioso en un film tan desasosegante como el que nos ocupa.

Llega un momento en el que padre e hija intentan huir, pero pronto vuelven a su casa, a la angustiosa rutina, al hastío. Porque, sencillamente, ya no hay donde ir. Tarr echa por tierra las pocas esperanzas a las que aferrarse y da paso a una escena final donde las llamas y luces se apagan. Todo termina con ese sobrecogedor fundido en negro. Después, no queda nada… Nada.

Fdo: Ferrandis







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