The Turin Horse (A Torinói ló) | 2011 | Dirección: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky Guión: Béla Tarr, László Krasznahorkai Reparto: Volker Spengler, Erika Bók
El 3 de enero de 1889, Friedrich
Nietzsche caminaba por la plaza Carlo Alberto de Turín cuando presenció
cómo el conductor de un carro maltrataba violentamente a su hermoso
caballo. El animal, exhausto y sobrecargado, se negaba a moverse. Al
contemplar la escena, Nietzsche se abrazó al cuello del caballo, se echó
a llorar y perdió la conciencia. Así fue llevado hasta su cuarto donde
permaneció dos días en silencio, después de los cuales escribió algunas
cartas y pronunció sus últimas palabras (“Madre, soy tonto”), para
volver al silencio en el que viviría los siguientes diez años, hasta su
muerte. Todo el mundo sabe lo que le ocurrió a Nietzsche, pero, ¿qué
pasó con el caballo?
Bajo una tormenta apocalíptica, el
caballo de Turín es conducido por el cochero hasta una casa situada en
medio de la nada. En el plano secuencia que da inicio a la película, no
solo el pobre animal termina agotado y cansado, también el espectador a
causa de la longevidad de la toma y su monotonía. Un hastío muy similar
al de la opera prima de Michael Haneke, El séptimo continente,
donde una familia de clase media y adinerada tenía de todo, pero al
mismo tiempo estaba encerrada en la vacuidad y la cotidianeidad. Dichos
Apocalipsis distan de ser meteoritos estrellándose contra la Tierra o
alienígenas exterminando a la raza humana. ¿Espectacularidad? Poca o
ninguna. ¿Terror y pesimismo? Difícil encontrar mejores
representaciones.
El cavallino rampante,
vitalidad, energía, es representando como un animal sometido, debilitado
y anciano. Ya no quiere moverse, ni comer, ni beber. Su dueño, el
cochero, también palidece de la vejez, mientras observa por la ventana
el interminable paso del tiempo. La hija se conforma como el símbolo de
una juventud al servicio de los mayores, contagiados por su desaliento,
tan hastiados como ellos. Un tedio que da lugar a una relación
padre-hija lacónica y vacía, donde la comunicación se limita al aviso de
“ya está la comida”.
¿Y cómo transmitir el nihilismo, el
sentido de una vida cuyas metas no van más allá de avanzar por un
desierto interminable y vacío? ¿Cómo representar ese hastío? Béla Tarr
opta por únicamente 30 tomas, planos secuencia alargados hasta la
extenuación (la película se estira hasta las dos horas y media),
mostrando una y otra vez las mismas tareas cotidianas. En blanco y
negro, por si la atmósfera no fuese lo suficientemente lúgubre y
desoladora. Dejando de lado formalismos, El caballo de Turín
puede ser un bonito ladrillo, un plato difícil de digerir. Pero el
director húngaro sabe mejor que nadie de la poca relevancia del factor
ocioso en un film tan desasosegante como el que nos ocupa.
Llega un momento en el que padre e hija
intentan huir, pero pronto vuelven a su casa, a la angustiosa rutina, al
hastío. Porque, sencillamente, ya no hay donde ir. Tarr echa por tierra
las pocas esperanzas a las que aferrarse y da paso a una escena final
donde las llamas y luces se apagan. Todo termina con ese sobrecogedor
fundido en negro. Después, no queda nada… Nada.
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